Hay miles de personas por todo el planeta que atesoran en sus casas, herencia de sus padres o abuelos, las postales de Gran Canaria que les vendió José Mario Villavicencio, que empezó vendiendo suvenires con una bicicleta por Las Palmas de Gran Canaria en los años 50. Ese hombre, que recorría a pedales la ciudad turística que precedió al boom del sur de Gran Canaria, está en el origen de uno de los negocios más entrañables del Parque Santa Catalina, el quiosco Ritana.
El parque y el quiosco han vivido juntos más de medio siglo, como vecinos históricos que han visto crecer y transformarse la ciudad. El local ha sido el trabajo de toda una vida de quien hoy atiende tras el mostrador, Juan Carlos Villavicencio, que con una sonrisa y apenas unas palabras que domina en varios idiomas es una de esas caras amables que conocen los turistas en su paso por la urbe.
En 1955 su padre, un hombre de negocios, abrió el quiosco. Está en manos de su familia desde entonces. Subió la persiana antes de que naciera Juan Carlos y “llegué tarde al nombre”, bromea, que es un homenaje a sus dos hermanas mayores, Rita y Ana. El parque Santa Catalina se ha transformado a su alrededor, mientras se mantiene inalterable al paso del tiempo, bailando al compás de una ciudad en constante cambio, que hace décadas pisó el acelerador.
En 1955 mi padre abrió el quiosco, y con nosotros desde entonces
Juan Carlos lleva en este establecimiento toda la vida, “era nuestro patio de colegio”, rememora, y es que no fallaba la tarde que después de clase él y sus hermanos alargaban las tardes en el negocio familiar. Las fotos lo demuestran, de niño y con apenas unos palmos de altura ya este quiosco era su segunda casa.
Se vendían muchas postales, mecheros, periódicos en todos los idiomas, “periódicos chinos, suizos, escandinavos, noruegos, finlandeses, daneses…”, parte de la mercancía llegaba de los grandes barcos del puerto, de los cambuyoneros.
También vendían rollos fotográficos, ceniceros, suvenires… «de todo un poco”, resume. Antes el quiosco se cerraba más con confianza que con seguridad e incluso se quedaba mercancía fuera y no pasaba nada, “eran otros tiempos”. En aquella época se vendían más de 200 periódicos diarios, era la Era Dorada del parque Santa Catalina.
Juan Carlos recuerda el parque con nostalgia, “se dice siempre que el tiempo pasado fue mejor”, y él padece “memoria selectiva”, expresa entre risas. Mientras hace balance de un negocio más veterano que él mismo, atiende a sus clientes. “Hola, buenas, muy bien, gracias a Dios, ¿y usted qué tal? Muchas gracias, Juan. Hasta luego. Buen día… ¿por dónde íbamos?” El que va a por la prensa del día, a por su revista favorita, a comprar agua o cigarrillos, chicles, “también viene por aquí una señora a por la revista de programación alemana”, señala, “los clientes canarios, los vecinos, son el día a día, pero por aquí vienen muchos extranjeros también, recién llegados y otros que pasan el invierno en la ciudad”.
Juan Carlos habla varios idiomas y ‘chapurrea’ otros cuantos
Él habla varios idiomas, y “chapurrea” otros tantos, explica, y a sus clientes los conoce por su nombre y por su vida que, gracias a este quiosco, en cierto modo comparten. “El secreto de Ritana es su historia, su localización, pero también del trato al cliente, que conocemos, que es parte de la familia”.
Este quiosco ha sobrevivido a muchas crisis, aunque la pandemia y las obras el parque fueron un gran golpe. A pesar de las idas y venidas y de tener que “tirar del carro” por dos años de tiempos complicados, Ritana sigue en pie. “Aquí seguimos, 67 años después”, en un negocio que por ahora “me da de comer, que sobrevive” y que heredó con orgullo cuando falleció su padre. Su madre se hizo cargo un tiempo y hasta hace unos años pasaba mucho tiempo por allí, “una mujer fuerte, la que más”.
Es sacrificado, aquí no hay días libres
Él no tenía pensado llevar el negocio familiar, pero afirma que le gusta a pesar del esfuerzo. “Es sacrificado, eso es así, estoy yo solo ahora y no hay días libres ni vacaciones” pero se confiesa inquieto. “A mi si me meten en una oficina sentado detrás de un ordenador y me matan”, este negocio está hecho para él. En el quiosco Ritana “ves pasar a la gente, hablas con diferentes personas, y de aquí y de allí todos los días se aprende algo”.
Actividad constante y ser su propio jefe son cosas que valora mucho, aunque lo que más, el trato con la gente. “Hola, Isabel. Buenos días”, y la señora no solo le devuelve el saludo sino un rato de charla, “le daré saludos de tu parte, te veo bien”.
Ella es una cliente habitual, como muchos que “pasan por aquí a comprar, o solo a saludar y a visitarme, la verdad es que es un trabajo agradable”. Aburrirse, es imposible, asegura, “estoy entretenido siempre” y aunque no sabe si tendrá relevo generacional lo que sí es seguro es que piensa jubilarse allí, en el parque que él ha visto cambiar y que a él le ha visto crecer.
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Texto: Laura Bautista /
Fotografía: Arcadio Suárez + Imágenes de J.C. Villavicencio